Ya lo sabía, no, mejor dicho, lo intuía. Me refiero a cómo el alpinismo de antaño, el que mamé de niño en libros de Gastón Rebufat o Chris Bonnington, se desmorona ante nosotros, sin poder sustraerse a una sociedad que, incapaz de sacar lo mejor de nosotros mismos, sólo nos cultiva, como en la fantasiosa película de Matrix.
Oscar, Julen y yo, integrados en un grupo de magníficos alpinistas que nos comprenden y apoyan, nos hemos acercado a esta montaña movidos por el magnífico reto que significa ascender al Kangchenjunga y, “sobre todo”, rendir el homenaje que Iñigo se merece.
Pero tarde o temprano tenía que suceder. Durante muchos años nos hemos mantenido al margen del movimiento mercantilista que ahora pulula por entre estas colosales montañas. No sé si tendré la suficiente capacidad para expresar lo que quiero comunicaros, pero lo intentaré.
Cuando todo parece estar listo para el asalto definitivo a esta interminable montaña, me encuentro con que expediciones que ganan cantidades de dinero desconocidas para mí sólo por el hecho de estar aquí, me piden dinero porque alguien que ha llegado aquí antes que yo ha colocado cantidades desmesuradas de cuerda a lo largo de la montaña. Mis compañeros y yo escalamos bajo otra estrategia, otro estilo, otra filosofía que, parecen chocar radicalmente con los que “amistosamente” me piden dinero.
A pesar de lo mucho que sufrimos, echo de menos aquella solitaria montaña que cinco amigos encontramos hace dos años. Echo de menos sus desnudas paredes de hielo. Echo de menos el estilo libre y humilde con el que nos enfrentamos a aquella ascensión que, ahora se me antoja descomunal por su compromiso y dificultad.
Por el bien de convivencia entre los grupos de personas que aquí nos encontramos, pagaré. Eso sí, utilizando el menor número de metros de cuerda posible. No por soberbia, no; sino por estilo, por coherencia, por una manera de hacer montaña ya en desuso… Porque me gusta escalar montañas, no esclavizarlas.