Después de tantos años deambulando por las costillas del planeta, ya debería saber que nunca está todo escrito y que, en cualquier momento, una experiencia inimaginable te está esperando detrás del rincón más insospechado.
En esta ocasión, el Manaslu nos tenía reservada una de esas vivencias que quedan grabadas para siempre en el interior de nuestra cabeza, y lo que es mejor, de nuestros corazones; y paradójicamente, ese momento especial nos lo tenía reservado fuera del dominio de sus glaciares, aristas y fríos campos de altura.
Pero el dominio de una montaña tan enorme es muy amplio, y abarca extensiones inimaginables.
Abandonamos, Barraca y quien esto escribe, el C.B. del Manaslu en una fresca y brumosa mañana, con los tímidos rayos del sol colándose entre un espeso manto de nubes. Los tejados de Samagaum brillan en el fondo del valle, como queriendo llamar nuestra atención pero, de momento, solo tenemos ojos para el acogedor bosque de abedules que nos recibe generoso con sus sombras, y nuestro olfato se colapsa con el aroma a enebro que aquí, lo invade todo.
El descenso es rápido y vertiginoso hasta alcanzar el cruce de caminos que se dirigen hacia Samagaum y a la pequeña aldea de Samdo.
El camino está solitario, apenas transitado por algún lugareño que regresa a “Sama” con su enorme carga de leña sobre su frente (en Nepal se portea sobre la frente) y que nos devuelve cariñoso el típico saludo Nepalí: ¡¡Namasteeeeee!!
Abandonar el delirante caos en el que se ha convertido el C.B. del Manaslu e internarnos en el silencio del camino que se dirige hacia Samdo es absolutamente delicioso.
Dejamos a nuestra derecha el camino que va a Samagaum y nos dirigimos, río arriba, en dirección a la medieval aldea de Samdo, detenida en el tiempo desde hace generaciones.
Caminamos en solitario, apenas coincidimos de vez en cuando con alguno de sus habitantes que dirige su recua de mulas hacia la aldea después de haber porteado con sus mercancías. Manadas de Yaks salpican todo el territorio. Ellos han sido el sustento de estas gentes desde hace generaciones y continúan pastando tranquilos, ajenos al brutal turismo de montaña que recientemente ha invadido sus dominios.
El agua y los verdes pastos es algo de lo que aquí disponen casi por maldición. Caminamos entre las manadas de estos soberbios animales y nos observan con acogedora indiferencia.
Todo es verde a nuestro alrededor, y ríos de aguas azules descienden de las cercanas montañas que separan Nepal del Tibet.
Llegamos a Samdo disfrutando del silencio y la tranquilidad que el Manaslu ya es incapaz de regalarnos, aunque como digo, estos son también sus dominios.
La pequeña aldea disfruta, también como nosotros, del sosiego que proporciona la ausencia de turistas, solo el color de nuestras ropas rompe con la armonía de este lugar anclado en el tiempo.
Nos acogemos en un humilde Lodge y, antes de comer, no adentramos por las estrechas callejuelas del pueblecito.
Sorprendemos a sus escasos habitantes inmersos en sus cotidianas labores: picando piedra, transportando enormes fardos de hierva para sus animales, cepillando madera, cuidando de sus rebaños…todo es armonía en este apartado lugar. El silencio a veces es ensordecedor, roto tan solo por el murmullo incesante del río que discurre por el fondo del valle.
Sin duda este es un lugar para el recuerdo, rodeado de las altas montañas siempre nevadas, de espesos bosques, de ríos, de lagos azul turquesa…después de todo, el Manaslu no se ha portado tan mal con nosotros.

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Yaks pastando

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Lago Turquesa subiendo al Larkia Pass

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Viendo la vida pasar

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Aldea de Samdo

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la humildad de la vivienda aquí es otro concepto