No solo escalar es alpinismo
Llevo ya 2 días en Katmandú y parece como si hubiera pasado una eternidad. Pero aun así, hay cosas que todavía están demasiado tiernas en mi memoria como para creer que hace tiempo que sucedieron.
Durante esta expedición he visto la muerte a mi paso y eso es algo que a casi nadie deja indiferente. Se que en otras montañas, durante esta Primavera aciaga, también a aparecido la guadaña segando vidas de jóvenes montañeros: Dhaulagiri, Anapurna, el propio Manaslu…son nombres de montañas que serán tristemente recordadas por familiares y amigos de quines allí se quedaron.
Una situación especialmente cruel allí arriba, donde todo adquiere una dimensión difícilmente explicable, un error de cálculo, un exceso de confianza, o tal vez, un exceso de ignorancia, son capaces de hacer que pierdas en un segundo, todo aquello por lo que has venido a luchar, aquello por lo que has venido a soñar.
En los ambientes alpinísticos de Katmandú, gusta mucho recrearse sobre estas situaciones y casi todo el mundo habla sin cesar de esta o de aquella montaña, de aquella y la otra ruta…de éste o aquel montañero fallecido. Yo, por mi parte, huyo como de la mala nube de estos corrillos en los que todo “quisqui” parece saber que es lo que ocurrió y que es lo que él hubiera hecho en semejante situación.
Prefiero descansar, pasear por Thamel, parar en cualquier bar y aferrarme con ansia a una buena cerveza. Y mientras paseo, no tarda en venir a mi cabeza, alguno de esos momentos absolutamente mágicos que acabo vivir en uno de los rincones más especiales que jamás he visto:
Estamos en la aldea de Sama después de un largo descenso desde el C.B. del Manaslu. Carlos Soria es quien más disfruta de esta primitiva aldea pues, no en vano, arribó aquí en su primera expedición allá por 1973.
Veo en su mirada esa luz especial de quien se encuentra, a cada paso, con lugares que quedaron impregnados en su alma hace 37 años. Sama es un lugar que engancha, de eso no cave ninguna duda. Yo mismo paseo una y otra vez por sus intrincadas callejuelas intentando absorber todo lo que este lugar desprende pero, es imposible. Haría falta muchos días de convivencia con esta gente para comprender un poquito su esencia, su manera de vivir, o sería mejor decir…de sobrevivir. Sonam, el todopoderoso dueño de la agencia Thamsherku, dice que sus habitantes son duros como Yaks.
Subimos de nuevo la polvorienta cuesta que lleva hasta el monasterio. En nuestra primera visita, no pudimos estar con el Lama que recibió a Carlos en aquel lejano Otoño, es más, ni siquiera tenemos la seguridad de que exista.
Un joven Lama se nos acerca, se identifica como su hijo, y nos comunica que su padre espera con gran ilusión la visita de Carlos. Los pequeños y vivaces ojillos de Carlos (él dice que son como dos puñaladas en un tomate) echan chispas. En esta ocasión no vamos al monasterio, sino a su capilla personal. El habitáculo está forrado en su totalidad de pinturas de divinidades Budistas y por doquier cuelgan pañuelos multicolor. Un altar central preside la estancia y sobre el suelo, hay varios tapices en donde se sientan a rezar él y sus ayudantes. Varias vitrinas contienen una gran cantidad de rectangulares paquetes que, en bellos envoltorios, contienen sagrados textos en legua Tibetana.
La reunión del Lama Lopen (que así se llama) y Carlos, es tremendamente emotiva. Inmediatamente se reconocen y se abrazan en una mezcla de admiración y respeto. Dawa, el Sirdar de la expedición, viene con nosotros y hace de intérprete.
Por si hubiera alguna duda de que recuerda a Carlos, el Lama desaparece de la capilla y regresa al cavo de unos pocos segundos portando una fotografía entre las manos. Llega riéndose con una risa que no tarda en contagiarnos a todos. Cuando la foto llega a mis manos no me lo puedo creer: una quincena de alpinistas posan ante la cámara. La fotografía es en blanco y negro y la vestimenta de quienes allí aparecen no deja lugar a dudas de que hace varias décadas que fue sacada. En su esquina inferior izquierda, agachado, un jovencísimo Carlos Soria mira a la cámara con idéntica mirada vivaz a la que hoy le he visto.
Es difícil adivinar las emociones que pasan por la cabeza de un Lama Budista, pero Carlos…Carlos está exultante y nos traspasa a todos esa ilusión tan grande que desprende. No me cuesta mucho trabajo imaginar lo que tiene que sentir en estos momentos. 35 años después se encuentra en una aldea que en nada ha cambiado; y con un lama que ya cuenta con 84 años. Carlos se me acerca mientras descendemos del monasterio, y suavemente, como cuenta él las cosas, me dice: esto también es alpinismo. La vida, en pocas ocasiones permite un reencuentro tan emotivo y bello como el que ahora, paseando por las intrincadas calles de Thamel, viene a mi memoria.
Entro en la librería Pilgrims y voy directamente a comprar un mapa de la zona del Manaslu. Me siento en un rincón y repaso los lugares por los que he pasado…por los que he vivido.
Lo cierto es que la vuelta que le hemos dado al mapa es espectacular: ascendimos desde Arughat Bazar por las interminables foces abiertas por el Budhi Gandaki. Llegados a Bihi, giramos al Oeste paralelos a la cercana frontera del Tibet, hasta llegar a nuestra ya adorada aldea de Sama.
A partir de aquí, creo que ya os he contado demasiadas miserias: un mes de difícil convivencia con una montaña que nos ha maltratado especialmente. Treinta días del los que, en 28 de ellos nevó con inusitada virulencia. Está claro que esta montaña concede pocas oportunidades pero, es en montañas como esta en donde uno aprende a ser montañero, dado que se tenga la capacidad suficiente como para aprender.
La marcha de retorno la hacemos desde Sama, remontando un precioso y verde valle hacia el Tibet. Recuerdo el paso por el Larke Bhanjyang (5106m), largo y desolado, frío y cargado de nieve después de la fuerte nevada nocturna. El descenso desde Bimtang por un bosque encantado, poblado de gigantescas coníferas y Rododendros en flor. Dos mil metros de desnivel descendidos hasta dar con la cabecera del Marsyanjdy, el embravecido río que nos ha dejado a las puestas de una civilización que ya comienza a presionarme la garganta.
Soy consciente de que leyendo estas líneas, y las que he ido escribiendo a lo lardo de esta expedición, pueda dar la sensación de que a lugares como este solo se viene a sufrir. Por supuesto que, nada más lejos de la realidad. El sufrimiento, como no, forma parte de nuestra manera de entender la vida, de valorar las cosas que realmente nos interesan y nos hacen tener una clara referencia de nuestro lugar en este mundo. Nadie dijo que ascender a las montañas fuese tarea sencilla. Nadie dijo que este deporte, o lo que quiera que sea, estuviera exento de malos ratos y de peligro pero, como muy bien dice Carlos: Todo esto también es alpinismo.
Me encantaría, transcurridos 20 ó 30 años, tener un poquito de la ilusión que este pequeño gran hombre exhala en cada bocanada de aire que toma, mientras asciende por montañas que, lo único que hacen es engrandecer su pequeña figura.